“Somos los libros náufragos.
Somos la palabra que emerge de los espejos líquidos, a tomar aire.
Somos un signo de lo posible, el corazón a flote.
Somos lo que queda cuando calla la tormenta.
Somos la marca del agua”
Mamá política, no me abandones
Omar Crespo // La Plata/Mendoza, abril 2013
Después de la puñalada del cielo
por la espalda,
nos queda esta intemperie desmedida
de galopar la crónica perfecta,
la misma que los noticieros desafían
en su banquete diario de perversión
y especuladora miseria.
Después qué. Haciendo gárgaras
con imágenes confusas, veloces,
con imágenes que nos prestan
y a las que nos aferramos.
Porque son nuestras.
Después, sacar los muebles muertos a la calle,
navegar lavandinas,
pasar el trapo, masticar baldes
y llorar todos los martes enteros
hasta que la memoria seque un pedazo de vida.
Después, con la punta más filosa del alma
ir sacándole la cáscara a la incertidumbre
para saber si estamos vivos de pedo
o de milagro
o si es una ironía del cielo dejarnos respirando a algunos
mientras contamos el infierno de los cuerpos;
año trece, año yeta;
el cielo todopoderoso nos dio un papa
pero nos dejó esta discusión de cuántos mató
el paro cardíaco de la inoperancia:
mamá política no puede con la naturaleza,
pero su obligación es amamantar todos los bebés
y esperamos su autocrítica palabra.
Después, capturar el verbo
que rebobine todo,
congelar las nubes,
detener el agua,
y ahí darle una cachetada
al intendente, al gobernador,
a la presidenta, a los meteorólogos,
a nosotros mismos por tirar basura
en la calle y volvernos culpógenos
de la maldita desgracia.
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Después, te das cuenta el vacío de acumular.
Y que lo único que no tiene fondo es
el garage pedregoso del alma.
Pasamos colchones, hacemos puentes humanos para pasar
paquetes de fideos, pañales, abrazos. Salen móviles a la pobreza.
Y nos sentimos menos solos.
Somos televisados.
Y al otro mes ya nos estamos mirando de reojo
porque nos sabemos mezquinos.
Nos preguntamos
cuánto tiempo podemos ser solidarios,
para volver a la otra semana al sistema paranoico de alarmas y candados
por miedo al que el prójimo me deje sin ruedas,
sin electrodomésticos y sin ególatra salario.
Después, mirando con pánico si las nubes se conspiran,
sin saber si tienen el ancho de espada
o el cuatro de copas,
si es que hay que andar vestido de pez
como un idiota votante que elige candidatos.
Sabemos que es hora de bajar un cambio
y dejar de jugar al vecino omnipotente.
Pero nos puede lo febril, la indignación,
la paliza gris que nos dio el viento
en un dos malvinense.
Ayer llegué al Lejano Oeste
y después de viajar con varios milímetros de lágrimas,
de volver con el amor vivo
de los seres queridos,
encontré el vital consuelo:
los amigos son las guitarras